jueves, 1 de diciembre de 2011

Rendez-vous (2/3)

No se cuantos días habían pasado desde entonces: ya la habitación mantenía un natural desorden, ya mis manos estaban llenas de quemaduras de tabaco, ya el cuerpo era una colección de golpes, raspones y heridas. No había rastros de sangre, no había ningún hueso roto, así que tampoco había llegado hasta el fondo. Pero esa mañana, después de levantarme con la boca seca y la cabeza resonando, Alba estaba sentada en la mesa de la cocina, fumando un café mientras miraba por la ventana. En un silencio un poco incómodo me serví también una taza y me senté a su lado. Ella no dejó de mirar hacia afuera en ningún momento.
--Pensé que te habías ido-- le dije, sin más
--Yo nunca me he ido, siempre he estado aquí... tu a veces eliges no verme, que es distinto
Tenía razón. No fueron pocas las veces en las que tan solo la ignoré, tal vez por hastío, tal vez por mi natural curiosidad.
--¿Qué tal estás?-- me dijo, dejándome por fin ver su rostro. Siempre me gustó verla bajo la luz de la madrugada, iluminada, tranquila.
--Bien-- dije, intentando mantener la compostura, pero ella supo enseguida que mentía. Me conoce demasiado bien.
--El otro día me encontré con Juan José
--Ya lo sabía... supongo que es normal buscar algo conocido cuando estás mal
--Supongo
Bebí un sorbo y agarré uno de sus cigarros, deseando tener un poco de whisky para el café.
--Si vienes por compasión te la devuelvo. No necesito que me ayudes
--Tu me llamaste, ¿recuerdas?
No lo recordaba... todos esos días habían sido como un sueño. Empecé a sentir el dolor en el cuerpo: supuse que estaba despertando. Sufres, ergo, existes.
--Me siento vacío-- confesé, por fin.--No logro entender nada de lo que pasa
--No pasa nada... estas igual que antes. Mira a tu alrededor y verás que todo es felicidad en tu vida. No se de qué te quejas
--Vale, esta bien... es solo que necesitaba caer un rato
--La gente grande no debe hacerse pequeña. De lo contrario no habría gente grande en el mundo.
--No se yo si soy uno de los grandes. Hoy me siento el más pequeño que todos.
Ella puso su mano en mi cara. Sus dedos eran cálidos, y sentí como me llenaban, lentamente, de su luz.
--Claro que eres uno de los grandes... de lo contrario no estaría aquí.
Luego quitó sus dedos con una suave caricia, y apagó el cigarrillo después de una larga bocanada.
--Pero eso es algo que debes entender tu solo... en eso no puedo ayudarte.
Sentí que el pecho me estallaba. Sentí que todo el dolor del mundo se enredaba en mi cuerpo. Sentí el peso de los días perdidos y el desespero de saberme distante. Intenté tocarla, alcanzar a agarrarla un momento y apretarla entre mis brazos, pero ya era tarde: ella empezó a deshacerse entre mis manos como el humo del cigarrillo. La mañana, que entraba ahora por la ventana, siguió su curso.

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